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domingo, 21 de junio de 2015

Drama bajo la carpa



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Drama bajo la carpa


Protégenos Señor de la ira de los mansos.
          
José Saramago


–Hola, Sary, ¿qué haces aquí tan solita? ¿Y esa cara, mi niña?

–¿Te burlas de mí, Arsh? –replica la joven sentada sobre unos maderos apilados a un costado de la carpa.

–¿Cómo podría hacer eso, mi princesa?  No lo tomes así, por favor, es solo que te noto triste, ¿algún problema?

–Nada nuevo, Arsh. La vida no es muy grata, ¿no te parece?

“Sí, la vida nunca ha sido muy grata para esta chica”, piensa Arshag. 

Desde hace unos días, sin embargo,  la ha notado  inusualmente sombría como si algo nuevo y nefasto le ocurriera. Eso le preocupa.

–Cierto, mi niña –asiente–, pero tenemos que tomarla como viene, ¡qué le vamos a hacer! Es lo que nos ha tocado. Mira, mañana es lunes y no tendremos ensayo ni función, ¿qué te parece si salimos con los chicos a tomar algo? 

–No creo ser buena compañía ahora, Arsh. 

–Déjame a mí juzgar eso, querida niña ¡La vamos a pasar bien, ya verás! ¡A eso de las seis de la tarde, entonces! –dice Arshag despidiéndose con un abrazo y un tierno beso en la mejilla. 

Saray hace un mohín como diciendo no estar muy convencida, pero sus labios esbozan una leve sonrisa. No puede negarle nada, él es como un padre para ella. Pero, ¿cómo podría contarle lo que la inquieta? El asedio de que es objeto por parte del administrador del circo, su acoso, sus miradas cargadas de deseo, sus palabras obscenas y hasta el sutil manoseo a que se ve expuesta cuando la tiene cerca. No, no puede provocar la ira de sus amigos y exponerlos a ser despedidos. “Es mejor, reflexiona, “que ni Arshag ni mis otros compañeros sepan esto”.

De mediana estatura y complexión fornida, cabello completamente cano y  rostro surcado por finas arrugas en el que se destacan sus vivos ojos verdes, Arshag es un hombre de palabra fácil y genio ocurrente. En su juventud gozó de mucho éxito entre las mujeres; no le faltaron ligazones fugaces y hasta uno que otro apasionado enamoramiento, pero su carácter andariego y el firme propósito de no perder su libertad lo motivaron a evitar una pareja estable. Su pasaporte es un tejido complicado de sellos consulares, membretes y documentos de relativa validez. Se unió a la caravana años atrás con el único deseo de recorrer el mundo haciendo parte de aquella troupe circense. Debutó con mucho éxito como ágil y arriesgado trapecista, pero meses más tarde,  una caída fuera de la red truncó para siempre su carrera dejándole como recuerdo una imperceptible cojera. El papel de payaso que tuvo que escoger  como única alternativa, pronto se convirtió para él en su verdadera razón de existir.

Al contrario de Arshag, Saray vivió siempre en ese circo. Allí nació y creció, y allí probablemente morirá. No conoce otro mundo. Fue engendrada en el carretón, cuando rodaba por uno de tantos caminos. Su padre fue un acróbata de músculos flexibles, y su madre, un injerto de mujer y  serpiente que tenía la rara propiedad de poder dislocar sus coyunturas en inverosímiles contorsiones y que un día cualquiera, tal como una serpiente, desapareció sin que volviera a saberse nada de ella. Preso de una profunda depresión, su padre fue gradualmente descendiendo en el escalafón del circo, de acróbata a payaso y de payaso a cuidador de fieras. Falleció, pocos años después, intoxicado por el alcohol y la tristeza. Con su muerte, Saray quedó  completamente sola. Arshag, quien nunca tuvo hijos, depositó entonces en aquella joven de mirada mustia todo su afecto.  

Alta,  delgada, nariz recta, cabello rubio y ojos color de miel, Saray pudo haber sido una de las jóvenes más bellas del circo de no haber sido por una circunstancia que la marcó con una huella indeleble. Muy niña todavía, la ignorancia del peligro que corría la llevó a pegar su cara a las rejas de la jaula de los leones que su padre alimentaba; uno de ellos le grabó con sus garras un trazo oblicuo y profundo a lo largo de su mejilla derecha. Si no fuera por aquella cicatriz su rostro habría sido hermoso y  su trayecto  en el circo,  diferente, pero el accidente desdichado redujo sus aspiraciones a fronteras elementales. 

Arshag, conmovido por ese destino tan similar al suyo, la invitó a formar parte del elenco de payasos. Sin otra alternativa,  Saray aceptó.

Y poco a poco, tal como le ocurrió a Arshag, ella también aprendió a amar su oficio. Cada noche, protegida por la capa de maquillaje bajo la que esconde su estigma, disfruta intensamente las risas y los aplausos generados por su actuación. Son momentos indescriptibles en los que un asomo de felicidad invade su alma. Quisiera prolongar indefinidamente esos instantes y  reírse ella también de las ocurrencias y de  los accidentes fingidos durante su actuación.

Esa noche, al volver a su dormitorio luego de la última función y después de retirar de su cara el fuerte maquillaje de clownesa, Saray vuelve a enfrentarse con su triste realidad. Una realidad que sabe produce horror entre quienes la ven por primera vez; un baldón que no le ha permitido tener una vida normal, y mucho menos, soñar con el amor.

Ensimismada en sus pensamientos, escucha de pronto que golpean a la puerta. 

–¿Eres tú, Arsh? –pregunta inquieta.

–¡Abre, muchacha! ¡Tengo algo importante que decirte!

Saray se estremece de temor. No, no es su amigo, es el administrador. Un italiano de gran bigote y expresión dura, vestido indefectiblemente con pantalones negros y frac rojo. Alguien a quien todos temen por sus incontrolados arrebatos de ira y cuya fusta de caña restalla sobre los lomos de las cabalgaduras y sobre los payasos con generosa demasía. Se ha ganado entre ellos un indiscutible  temor, pero también  una  aversión rayana en el odio.

Desde hace un tiempo aquel hombre la ha  hecho objeto de sus oscuras preferencias.

–Ya estoy acostada, lo siento señor. Mañana temprano iré a hablar con usted  –contesta tratando de no revelar en su voz el temor que la sobrecoge. 

–¡Abre la puerta, maldita muchacha! 

–¡Márchese, señor! No tengo nada que hablar ahora con usted.

–¡No tengo nada que hablar, no tengo nada que hablar! ¡Maldito adefesio! Deberías estar agradecida de que me fije en ti, ¡estúpida!

Se hace un ominoso silencio y luego de unos instantes se escuchan los pasos del hombre alejándose.

Esa noche Saray ya no puede conciliar el sueño. Oscuros presentimientos rondan su alma. Algo le dice que se ha equivocado al no contarle a su amigo lo que le pasa. Al amanecer,  aun antes de que salga el sol,  se dirige ansiosa a ver a Arshag. Sabe que ahora sí necesita su ayuda. Debe confiarse a él.

De camino a su tienda,  siente de pronto un terrible azote en su  cabeza. No entiende qué sucede, pero antes de desmayarse  ante el impacto doloroso de  otro latigazo, escucha las palabras furiosas del administrador:                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                  
–¡¡Vas a aprender quién es el que manda aquí, maldita bazofia! ¡Engendro del demonio!

Cuando dos horas después encuentran sin vida a la joven con  huellas en su cuerpo y en su cara de la odiada fusta y signos evidentes de haber sido violentada, la indignación es general.

No  solo Arshag sentía cariño por la joven,  los payasos y otros miembros del circo le habían cobrado afecto. Estaban acostumbrados a sufrir en carne propia los maltratos del tiránico administrador, pero el crimen cometido contra alguien tan indefenso es más de lo que están dispuestos a soportar. 

No tuvieron piedad. Su cadáver, izado en lo más alto del mástil central de la carpa, con el frac rojo al viento, semejó durante esa trágica mañana una exótica ave de alas encarnadas acosada  por la alegre chiquillería.


Leonor María Fernández Riva
Santiago de Cali Junio20 de 2015



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domingo, 7 de junio de 2015

Génesis




Génesis

Leonor María Fernández Riva


Entró a la cueva, descargó  el ciervo que traía sobre sus hombros y con un gruñido de alivio se  tumbó junto al fuego. Estaba agotado, había sido una larga y difícil jornada.

Su familia debió subsistir  durante varias lunas solamente  de las bayas y de los peces del río cercano.  Esto para él era muy frustrante; había sido siempre un excelente cazador que no  se arredraba frente  a un bisonte, un oso o un mamut, pero últimamente la caza ya no le resultaba fácil. Por eso, traerles ahora la pieza lograda que devorarían con avidez le producía un gran contento. El esfuerzo valió la pena.

De  talla mediana pero de contextura fornida,  faz prominente, piel despigmentada, cabello rojizo,  amplio tórax,  brazos y muslos largos y  piernas más bien cortas, su aspecto infundía entre los miembros de su familia y de la tribu un respeto rayano en el temor. 

Su mujer,  de rasgos similares aunque un tanto más suaves y  de cabello castaño, largo y enmarañado, se acercó hasta él con gesto de alborozo y gruñidos de placer. Tomó una filuda lasca, alzó con un tanto de esfuerzo la pesada pieza  y se dispuso a pelarla y limpiarla en una esquina de la cueva.  Sus pequeños hijos miraban todo con curiosidad pero sin atrever a acercarse. Sabían que su padre no siempre estaba de buen humor.

Pero hoy, él no tenía deseos de pelear. Una vez disipado el cansancio de la jornada, su cuerpo  ya en reposo acusó  el impacto del  aire gélido  que se colaba por la entrada de la cueva. Estaban afrontando temperaturas desusadamente heladas. Un frío tan intenso que las pieles que los cubrían no alcanzaban a disipar.  La incertidumbre que se había apoderado de él últimamente volvió con fuerza al ver a su familia y reflexionar en el peligro que los acechaba.  Huraño  y pensativo no hizo sin embargo ningún intento por comunicarse con ellos. Las muestras de cariño no le  eran habituales. 

Pero lo que estaba ocurriendo le preocupaba.   El paisaje, antes cálido y  lleno de luz se había ido tornando inhóspito, gris, desapacible.  El sol no brillaba sino un par de horas en la mañana  y luego, todo se ensombrecía. La caza escaseaba. Cada vez debía alejarse más para encontrar presas.  Los  renos, ciervos y bisontes que les servían de alimento y hasta los enormes mamuts,  habían desaparecido; se habían  marchado en busca de parajes más cálidos. Solo los grandes depredadores permanecían todavía en los alrededores y  el hambre los hacía mucho más agresivos y audaces. Había observado que  los inmensos osos ya no le  temían al fuego. Eso ya no los  intimidaba. El hambre era una fuerza mucho más poderosa que el miedo. Debían  taponar cada noche con piedras y troncos de árboles la entrada de la cueva  para no arriesgarse a tener  visitas peligrosas.  Su permanencia  en ese lugar resultaba cada vez más expuesta. 

 La llama trepidante  de la hoguera iluminó por instantes  las paredes de piedra de la cueva.  Miró las figuras y  el gesto de su cara se suavizó. Aquella obsesión que experimentaba ahora empezó varias lunas atrás cuando al ir al río cercano observó  que el polvo ocre que se había pegado a  sus pies  y a  sus manos dejaba  al humedecerse marcas indelebles en su cuerpo y en las piedras. Aquel día al volver a su refugio sintió el secreto impulso de trazar en las paredes de roca  la  silueta de un ciervo. Lo hizo torpemente a la luz de la llama de la hoguera  y luego dibujo otro y otro con el secreto  anhelo de que al hacerlo aquellos seres  retornaran.  Su mujer lo había contemplado ese día  entre asustada y admirada.  No podía comprender lo que hacía. Lo veía crear figuras sobre  la piedra y eso le parecía algo sobrenatural. 

 Él sabía que ni ella ni nadie podían entenderlo. Pero sentía que se expresaba mejor con esos dibujos que con los gruñidos y escasos vocablos que cruzaba con su familia y con otros miembros de la tribu.  Aquello  que hacía sobre la piedra era algo muy suyo,  un impulso que le nacía sin saber de donde, algo que  ningún otro miembro de la tribu había deseado hacer pero que  a él le causaba un intenso placer. 

 Olvidando el frío y el cansancio experimentado pocos minutos antes,  se levantó con decisión. Sentía de nuevo el poderoso  impulso de dejar su huella en la piedra. Se  acercó a la roca, introdujo sus manos en la canoa de madera  en la que depositaban el agua y las hundió luego en el ocre que tenía en el suelo. Esta vez, sus movimientos fueron trazando en la roca la figura de un bisonte. Dibujó cuidadosamente su contorno con ocre negro y el interior con ocre color pardo y tonalidades rojizas. El parecido era sorprendente. Presa de un extraño anhelo, dibujo luego otro y otro.

Su mujer suspendió por un momento su labor para observar lo que hacía. Sorprendida, por las imágenes que vio sobre la roca emitió un gruñido de asombro. Aquello era algo completamente  irreal. Uno de los pequeños se acercó  e hizo el gesto de hundir  también su mano en el ocre, pero él lo disuadió con un torvo gruñido. Asustado, el pequeño retornó con ágiles saltos  junto a sus hermanos  y se acuclilló junto al fuego.

El frío se hizo más intenso en los días siguientes, el río  se congeló y ya solo fugazmente se vieron algunos pájaros. Todos habían emigrado. Tomó entonces  la difícil pero apremiante  decisión de emigrar él también con su familia a una zona más benévola. Seguiría el rastro de los animales. Ellos tenían un sentido de sobrevivencia más aguzado que el suyo.  No sabía lo que les aguardaba allá, en la distancia,  pero todo era mejor que terminar helados y muertos de hambre  o devorados por un oso hambriento. 

Esa noche dibujó sobre la roca las últimas figuras de ciervos y bisontes. ¿Por qué lo hacía?  No podía explicárselo. No era solo un llamado a los seres que se habían marchado. No. Él quería decir algo, él  amaba aquellos hermosos seres que lo rodeaban.

Al día siguiente, emprendería con su familia y otros miembros de la tribu una difícil travesía buscando encontrar más allá del horizonte conocido una tierra de clima más benigno, un mejor lugar para sobrevivir.

Iniciaba un tortuoso camino que lo llevaría luego de varios siglos a su extinción, pero allí.  en esa oscura y perdida cueva, dejaría para siempre una huella imborrable. 

Leonor María Fernández Riva
Santiago de Cali, junio 7 de 2015


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