Translate

lunes, 14 de septiembre de 2015

El verano que nunca acabó



El verano que nunca acabó

Cuando el equipo de arqueólogos enviados por la potencia de turno, llegó a investigar  las desoladas ruinas de aquella ciudad sepultada en el olvido que hacía parte de ese desértico y violento país conocido por todos como la “Nueva Somalia” por campear en él la violencia más absoluta, se toparon, no sin cierta sorpresa, con la estatua ya bastante corroída de un caballero antiguo que colocado sobre una pequeña loma, señalaba a la distancia como queriendo indicar el camino de quienes un día se marcharon aprisa de tan aciago lugar. 

Eso al menos, fue lo que dedujeron los científicos  porque ya nadie podía informarles de qué se trataba. Para saberlo, habrían tenido que remontarse hasta un lejano verano...

Sí, hasta aquel fatídico año, en el cual el verano llegó  más pronto que de costumbre  y con él, amaneceres  soleados y brillantes iluminados  por  un sol espléndido y madrugador. "Demasiado madrugador", decían algunos.

Y es que en efecto, desde muy temprano en la mañana,  ya se podía ver su luz en el horizonte y luego, al alcanzar su cenit al  mediodía, era ya una fuente muy brillante de calor.  Los árboles todos, bajo el efecto fecundo de sus rayos se cubrieron ese año de flores, presentando un espectáculo multicolor.  Alfombras florecidas, fucsias, moradas, rosadas, amarillas tapizaban  las calles de la ciudad dándole un toque romántico y cautivador. Era la temporada veraniega y había un ambiente festivo y alegre.  Los estudiantes se despidieron de los colegios para disfrutar sus vacaciones y la ciudad toda entró en un periodo de relajación y de  sosiego.

Y pasaron los días,  y después de su alegre descanso los estudiantes volvieron a clases y los negocios  reanudaron su cotidiana actividad. La urbe retomaba su ritmo. Habían pasado ya, en teoría, los días cálidos del verano, la temporada invernal debía estar próxima. Pero el calor no amainaba. Parecía que el sol  se había olvidado de acudir a otros lugares.

Hacía un calor sofocante. Y no llovía.

Algunas personas, empezaron poco a poco a echar de menos la lluvia. "Se está tardando mucho", comentaba alguno. "Ya hace falta que caiga agüita", decía otro. "San Pedro se olvidó  de nosotros",  protestaban todos.  Y no era para menos. El clima cálido, intensificado por la falta de lluvia, se había tornado demasiado asfixiante.

Aquella ciudad había sido siempre  bendecida por el clima. Hiciera el calor que hiciera,  en las tardes una brisa fresca acariciaba las hojas de los árboles y ponía un detalle de picardía en las faldas y en el cabello de las mujeres. Aun  en el verano más caluroso, ocasionales lloviznas refrescaban el entorno. 

En ocasiones, es cierto, la lluvia  se había hecho desear un poco,  pero siempre llegaba. Y llegaba puntual y propicia  para  llenar de frescura y  de verdor  la profusa vegetación de la ciudad. 

Algo extraño sin embargo, ocurría esta vez.   Desde hacía ya cinco meses no había vuelto a caer una gota de agua. La vegetación y los árboles plantados en la ribera del  emblemático río, lucían exangües y mustios. Su follaje antes verde y rozagante se había tornado amarillo marrón.  Los árboles y plantas morían lentamente a la vista de todos los habitantes. Pero éstos, aunque alarmados y contritos,  no podían  hacer nada  para auxiliarlos. El río, que abastecía de agua a la población había dejado de serlo.  Solo piedras resecas se veían en el que  fuera su cauce. Y eso mismo ocurría con otros pequeños ríos de la gran ciudad. 

Conforme pasaban los días sin  que aparecieran en el firmamento  las ansiadas nubes, esa primera inquietud de unos pocos pobladores preocupados por la ausencia de lluvias, se fue extendiendo a todos los habitantes.  Las reservas de agua de la ciudad disminuían dramáticamente. Muchos barrios empezaron a sufrir su ausencia. Solo en las noches les llegaba un pequeño chorro de agua y ésta de un aspecto poco tranquilizador. 

 Aquella era una ciudad de clima cálido cuyos habitantes estaban acostumbrados  a bañarse hasta tres veces en el día, pero la  aguda escasez  y el racionamiento obligó a los pobladores a  retroceder a las primeras épocas de la colonia durante las cuales el baño entre los colonos españoles era algo excepcional. 

En un principio,  solo las comunas más pobres acusaron la falta absoluta de agua.  En los barrios pudientes, el agua continuó llegando aparentemente sin ningún problema. Las cosas estaban diseñadas en esa forma, tal como ocurre en todas las ciudades "bien planificadas" en las cuales las urbanizaciones costosas tienen todas las garantías y las de las personas carentes de recursos se construyen a la buena de Dios. 

No obstante, la sequía que agobiaba a  la ciudad era tan evidente que llegó un momento en que aun las lujosas urbanizaciones sufrieron racionamiento. Algo muy grave estaba pasando. La ciudad,  lentamente al principio, y luego, de forma acelerada,  se estaba quedando sin agua. Y entonces, empezaron para todos las restricciones del vital líquido. Quedó terminantemente prohibido  lavar  automóviles, regar jardines, limpiar ventanas, desperdiciar.

Los habitantes de las barrios  menos favorecidos, desesperados ante la carencia absoluta de agua, bajaron hasta los más elegantes a exigir que sus propietarios les compartieran el líquido que tenían en sus aljibes y cisternas.  En toda la ciudad ocurrió eso. Enjambres de personas sedientas acudían a los barrios y condominios que todavía tenían agua exigiendo ser socorridos. Y su aptitud no era conciliadora. Exigían su derecho  a la vida.

Los edificios de los barrios acomodados tenían en efecto, aljibes propios y hasta acueductos, pero esas reservas de agua se agotaron rápidamente ante la desmesurada exigencia de quienes la reclamaban con violencia. No pocas trifulcas se suscitaron. De nada servía la protesta de los guardias de seguridad quienes se veían impotentes para impedir el acceso de esa masa humana vociferante y desesperada.

 Y pasó un año y  la lluvia seguía sin llegar. Y el sol, en cambio, parecía calentar con mayor intensidad.  Las clases en los colegios habían terminado.  Las oficinas habían cerrado  Y lo mismo fue ocurriendo  con las fábricas y todos los negocios. No funcionaba ningún restaurante.  La hermosa vegetación de la ciudad era ya solo hojarasca mustia. Los árboles no tenían una sola hoja verde; se veían resecos, agostados. Los perros vagabundos y los habitantes de la calle empezaron a aparecer muertos por las esquinas desfallecidos de sed. Nadie  podía ya bañarse, ni lavar  la ropa. Si algo de agua llegaba era solo para tomar.  La ciudad empezó a oler mal. La gente olía mal. Todos se miraban con desconcierto. Nadie sabía qué hacer. Eso que estaba pasando era algo del todo inusitado. Algo que nunca había ocurrido. 

De otras ciudades empezaron a enviar carros tanques  repletos de agua, pero antes de que ésta llegara  a su destino para ser repartida equitativamente, los vehículos eran  asaltados por las muchedumbres sedientas.  Algunos vehículos  hasta  fueron volteados. En la refriega, se perdía su preciosa carga y el conductor  y los guardias del vehículo, la vida.  

Cuando se cumplieron tres años sin llover, empezó a ocurrir el éxodo. Era imposible resistir. Paulatinamente, la gente empezó a marcharse de la ciudad. Al principio algunos intentaban detener a los que huían: “Ya lloverá, decían”, “No hay que perder la fe”, insistían. Pero no había nada que hacer.  Primero fue una familia. Luego otra. Quienes disponían de medios, se marcharon a otras ciudades o a otros países. Querían dejar atrás tan ominosa realidad.  Pero al final,  todos debieron hacerlo.  Se volvió habitual ver camiones repletos de  trasteos de todo tipo.  Los pobladores se marchaban presurosos de la ciudad hacia lugares más amables. Y debían hacerlo a lugares distantes porque la sequía se iba tomando poco a poco los pueblos adyacentes.

Alguien en alguna parte advirtió que la posición del Sol y el ángulo de la Tierra estaban alineados de manera muy similar a 11.500 años atrás cuando se inició la desertificación del inmenso Sahara. Por alguna circunstancia desconocida el eje de la tierra había cambiado entre 22° y 24,5°, algo que solo debería pasar luego de miles de años. Y ahora,  la coordenadas fatídicas apuntaban a Suramérica. Estaba empezando a formarse otro gran desierto.

Sin Dios ni ley, la ciudad quedó a merced de los saqueadores quienes fueron desmontado rápidamente todas las viviendas y edificaciones. Las carreteras se veían embotelladas por el tránsito de camiones cargados de todo lo imaginable,  desde ladrillos y tejas  hasta jacuzzis y  aires acondicionados.

Y entonces, empezaron a ocurrir los incendios. Se quemaron las bibliotecas, los teatros, las distribuidoras de papel, las instalaciones de los supermercados, todo lo que podía arder.  Nunca se supo si fueron manos criminales. Todo ardió y se consumió hasta dejar la ciudad  convertida en un cascarón vacío.  

 Y no volvió a llover.  Porque aquel verano,  nunca acabó.



Leonor María Fernández Riva

Santiago de Cali, Septiembre de 2015



Otros relatos de la autora


·       Punto Final
·       Su mejor decisión
·       Génesis
·       El último conjuro
·       Un instante de lucidez
Un río llamado Nostalgia
  Vidas cruzadas




No hay comentarios: