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domingo, 21 de agosto de 2016

Un instante de mi juventud








Nos miramos en silencio con el asombro reflejado en nuestros rostros. No podíamos creerlo. Entonces, ¿era eso? Esa era la causa de su inmovilidad. Todas aquellas fantasías forjadas en nuestras mentes, toda esa vida maravillosa que habíamos imaginado detrás de su belleza, no existía. Había sido solo otra historia creada por nuestra imaginación.


Con la llegada del verano y de las vacaciones muchas de mis compañeras de colegio viajaban a otras ciudades del país a pasar esos días en compañía de familiares cercanos, y algunas otras, salían al exterior. En mi hogar nada de eso ocurría. Mis padres no contaban por aquellos años con los recursos necesarios para afrontar esos gastos, y por otra parte, tampoco teníamos familiares a quienes visitar. Carecíamos de parientes en Colombia. 

Así pues, lo único que variaba para mis hermanos y para mi con la llegada de las vacaciones, era disponer de más tiempo para leer, y acudir diariamente a la imprenta de la familia para realizar allí algunos trabajos. Esa rutina formó parte importante de mi niñez y de mi juventud.

 La imprenta era todavía pequeña y no se disponía de equipos mecánicos  para realizar las diferentes  labores. Esos trabajos debían ser hechos de forma manual. Mi hermana Rosa  y yo,  éramos  las encargadas de hacer algunos de ellos. Por esa labor mi padre nos compensaba con una pequeña cantidad de dinero.

Al llegar a la imprenta cada mañana, nos esperaban  unas torres inmensas de papel. Resmas y resmas de impresos, que debíamos plegar pliego por pliego armadas solo de una peineta  y de un pequeño tubo de glicerina para mojar los dedos. Aquella labor no era para mi en absoluto desagradable. Llegaba siempre a la imprenta contenta, con ganas de trabajar.  Adoraba a papá, quería ayudarlo y  todo me parecía fácil. 

Mi hermana y yo éramos muy buenas haciendo ese trabajo. Poco, a poco, entre una y otra conversación, entre una y otra historia, entre mil pensamientos y fantasías, las enormes torres de papel iban transformándose  en cuadernillos los cuales  “encarrábamos” luego unos dentro de otros.

Al medio día mi madre nos enviaba un delicioso  almuerzo con el mensajero de la empresa, un joven moreno muy simpático  que se movilizaba en bicicleta. Ese era el transporte de muchas personas. No existían todavía las motos o por lo menos no eran de uso común. Caída la tarde, cansadas, pero con el corazón alegre por el deber cumplido, nos despedíamos de papá y  nos dirigíamos hacia nuestra casa situada en el barrio El Peñón,  a más de veinte cuadras de distancia. Contrariamente a lo que pueda parecer, aquella  caminata nos encantaba.  Nunca pensábamos en tomar el bus, nos gustaba caminar. Nuestras piernas eran fuertes y ágiles. Rebosábamos juventud y alegría. Podríamos   haberle dado la vuelta al mundo sin cansarnos. 

Caminar por  el centro de la ciudad  era por aquellos días algo  muy agradable. La ciudad distaba mucho de ser la urbe moderna en que se convertiría al paso de los años. Había poco tránsito de automóviles y no existían todavía “raponeros” ni “arranchadores”. No había peligro. Y, desde luego, tampoco existían todavía los vendedores ambulantes.  El centro era  un  lugar amable y tranquilo, un lugar de encuentro obligado para toda la población pues era el único sitio donde las personas podían encontrar  delicatesen importados, cremas, perfumes,  y ropa de moda. Colocado estratégicamente en un lugar de paso obligado por  la Plaza de Caicedo  se apostaba siempre un fotógrafo que tomaba fotos instantáneas las cuales, quién lo creyera, eran muy  apreciadas por nosotras. Días después de la toma, acudíamos juiciosas al local donde se exhibían para ver qué tal habíamos quedado y retirarlas.  En una esquina de la plaza se ubicaba también una señora mayor  que remallaba medias de nylon. No se podía salir a la calle sin ellas y éstas se corrían al menor tropiezo. La vida era mucho más austera por aquellos días, las medias se zurcían y se zurcían, y las de nylon se remallaban. Así, pues, la labor de aquella señora era  muy apreciada. 

A mi hermana y a mi nos encantaba observar las vitrinas de los locales comerciales. Con estoico deleite contemplábamos aquellas hermosas prendas y abalorios de fantasía que sabíamos, no  podíamos comprar. Pero eso no nos conturbaba.  Un día todas aquellas cosas estarían a nuestro alcance. ¡Y la vida era tan bonita! 

Mi hermana y yo, éramos dos jovencitas bastante agraciadas que empezaban a abrirse  a la vida y  que levantaban a su paso una lluvia de  piropos. Los hombres de entonces eran mucho más galantes que los de ahora y desde luego, por aquellos días,  también nosotras éramos  más merecedoras de requiebros.  Mi hermana, fuerte de carácter,  se ofendía por los piropos que algún admirador entusiasta  le decía a su paso, pero a mi siempre me pareció algo muy simpático y halagador escuchar aquellas lisonjas  dichas con gracia, admiración y hasta con cierto respeto. Todas estas costumbres  hacían parte del entorno de la ciudad  en la sexta década del siglo pasado. La década en la que viví mi adolescencia.

Por aquellos días, mi mente estaba poblada por las imágenes y por las aventuras de las decenas de libros que devoraba  diariamente acostada en mi cama o bajo un frondoso árbol. Cualquier pequeño acontecimiento era pretexto para recrear e imaginar toda una historia. Al atravesar las calles próximas a la antigua Iglesia de La Merced, mi hermana y yo aprovechábamos cualquier portillo o ventana entreabiertos para aguaitar al interior de aquellas enigmáticas y vetustas casonas.  Sin poder contener nuestra curiosidad observábamos el hermoso jardín interior, los frondosos árboles,  los arcos, los corredores, los geranios florecidos…Imaginábamos cómo sería de feliz la vida de quienes allí habitaban. Todo lo que les ocurría debía ser fantástico. Ignoraba que  muchas veces la realidad supera con creces a la más sorprendente fantasía.

 Un día, en la ventana de una de aquellas casas vimos algo que nos impresionó. Una mujer muy  joven, de belleza impresionante. Cutis blanquísimo, alabastrino, ojos negros rasgados y profundos,  rasgos muy finos y  cabello  negro y abundante que le caía en cascada sobre sus  hombros cubiertos por fina mantilla. Bellísima.  No se alcanzaba a ver sino parte de su torso, pero se adivinaba que era alta y  bien formada.  Su actitud era enigmática. No parecía interesarse por el mundo exterior, ni siquiera alzaba su mirada para fijarse en los transeúntes o en nosotras. Parecía  estar leyendo o esperando a alguien y  en su expresión se reflejaba una cierta tristeza.  Mi hermana y yo, nos miramos sabiendo que experimentábamos la misma sensación: “Esta mujer no es de esta época. Pertenece al pasado. Quién sabe por qué extraño prodigio ha logrado vivir en dos épocas distintas”, pensamos. Y es que en verdad, su belleza, su actitud, su atuendo semejaban ser de otra época. Y añadido a esto, el hecho de habitar en una de las más misteriosas mansiones del lugar.

En nuestra imaginación empezó a ser la  protagonista de mil aventuras y de muchos interrogantes: “Una mujer tan bella solo puede ser feliz”, nos decíamos. Pero, entonces, ¿por qué se la ve siempre tan triste?¿Vivirá quizá algún misterioso drama? ¿Cómo será su vida? ¿Estará  enamorada? Qué hace cuando no está en la ventana? Era tan increíblemente bella y seductora  que llegamos a envidiarla. Queríamos ser como ella, vestir como ella, vivir su vida. Esa vida que seguro estaba poblada de emociones, de bailes, de pretendientes, de alegría y de hechos fantásticos. De regreso a nuestra casa, cada tarde, nos emocionaba llegar hasta ese lugar y verla en la ventana. Cuando estaba cerrada sentíamos una gran frustración.

Una tarde, regresamos más temprano que  de costumbre y al pasar por el lugar nos sorprendió ver el carro funerario parqueado frente a aquella casa y a varias personas trajeadas de negro a la entrada. ¿Qué habría pasado? Se nos oprimió el corazón. ¿Habría fallecido la protagonista de nuestras fantasías? Nos detuvimos por unos momentos  al lado de otros curiosos, y entonces la vimos.

Estaba más bella que nunca, vestida por completo de negro y con el cabello cubierto por una mantilla. Probablemente uno de sus padres era el difunto porque su rostro se veía muy triste. Caminaba cojeando con gran dificultad.

 Entonces, nos dimos cuenta de por qué sus ojos siempre se veían tristes. Una de sus piernas era más delgada y más corta  que la otra, tal como ocurre con las víctimas de la poliomielitis.



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martes, 9 de agosto de 2016

La malvada bruja






La malvada bruja


Luego de viajar por una carretera estrecha y solitaria poblada de cerradas curvas y ominosos precipicios se llegaba hasta el recinto aquel perdido entre las montañas y ajeno  prácticamente a  todos los adelantos de la vida moderna. Las personas extrañas que hasta allí llegaban, eran por lo general turistas despistados o viajeros de paso a lugares más atractivos.

Sí, aquel no era un lugar turístico ni atractivo para nadie. Pero aquella insignificante aldea detenida  en el tiempo y tan alejada del progreso y del corre-corre del mundo moderno era  sin embargo, fecunda  en  supersticiones y creencias de todo tipo. Sus pobladores solían contar delante de propios y extraños y con mal disimulado orgullo, las historias protagonizadas por su duende chocarrero al que solo unos pocos privilegiados habían logrado divisar  en lo más alto de los árboles,  pero de cuyas sorprendentes y pesadas bromas prácticamente todos habían sido víctimas;  de La Llorona, fantasmagórica aparición con la que se habían encontrado en la madrugada algunos  ebrios y casquivanos del pueblo, pero cuyo llanto lastimero era escuchado por muchos en las noches oscuras y así como estas, muchas, muchas otras experiencias sorprendentes.  Pero sobre todo, solían contar con singular convicción y temor, las historias acerca de la bruja del pueblo.  Y es que, aunque parezca raro, con ella convivían.

 Aquella bruja no se diferenciaba en nada de sus colegas de cofradía. Era una viejecilla enteca de párpados legañosos y piel resquebrajada. En su rostro coincidían la nariz y la barbilla como continuación de un mismo rango, cortado por el vacío. Los labios se perdían, dibujando una vaga raya confusa o se entreabrían para dar luz a un hueco lúgubre habitado por dos colmillos distantes y solitarios. Los músculos faciales, relajados por el tiempo, daban al rostro una maleabilidad de cera virgen que hacía posible la exhibición de un vasto repertorio de muecas medrosas. 

 Vivía en constante soliloquio, mascullando encantamientos y triturando maldiciones entre sus amarillentos colmillos. Su paso dejaba, invariablemente un rastro de azufre y una reminiscencia demoníaca. Vivía en una cueva a las afueras de la población. Nadie recordaba en qué momento llegó al lugar, pero lo cierto es que su presencia era  percibida por todos los aldeanos con inocultable prevención. Quienes se aventuraban por el lugar solían verla sentada en el umbral de su vivienda  recalentando la osamenta, helada por los años, al sol del mediodía, o ejecutando cálculos zodiacales sobre la arena del sendero y elevando los ojos pitañosos por encima de los tejados. Las vecinas se persignaban al pasar por su puerta, sacudidas por misterioso escalofrío.

La viejecilla, rondaba en el crepúsculo por las calles del pueblo, seguida desde lejos por los conjuros y las letanías. Los chicos acumulaban en su puerta pieles de gato, desperdicios y maldiciones, disparando sus cerbatanas o sus horquillas de abedul. La viejecilla se vengaba haciendo signos cabalísticos en el aire y en último término, ahuyentándolos con el mango de lo que alguna vez fuera una escoba y que ahora le servía como báculo.  A su edad sus  necesidades se habían reducido a límites absurdos. Le bastaban las hierbas sanas recolectadas en el campo, hervidas en un viejo pote de latón. No mendigaba nada. En invierno como en verano, recubría sus hombros con una mantilla descolorida y desgarrada. Por un agujero entraba el aire frío y, por otro agujero, se fugaba. Nadie había traspasado el dintel de su sombrío habitáculo. Las gentes creían ver desprenderse a media noche por las hendijas de las puertas, extrañas luces azuladas. Alguien vio alguna vez, a un caballero vestido de encarnado, saliendo de la cueva en una noche de sábado. 

En ocasiones, la cueva permanecía cerrada y la bruja desaparecía sin dejar rastro. Al cabo, reaparecía nuevamente, deslizándose por las entradas del pueblo, lenta e ingrávida como una sombra. Volvía de conciliábulos prohibidos celebrados entre las brujas del contorno, bajo la presidencia del Macho Cabrío. 

Los ojos malignos y despiadados de las vecinas, miraban regresar a la viejecilla de sus excursiones secretas.  La población se consternaba entonces ante posibles avatares. Creía la ingenuidad aldeana que el brujeril concilio, habría decretado inevitables desventuras que amenazaban la comarca: sequías, aluviones, epidemias. Pero corrían los días y no se suscitaba nada. No obstante, la intranquilidad perduraba.

Un día, las puertas de la cueva ya no se abrieron más. Transcurrieron las semanas y los meses sin que nadie volviese a tener noticias de la bruja. Entonces, el alcalde rompió los postigos y penetró en la vivienda mísera sin encontrar en ella nada sospechoso. El pote yacía sobre el primitivo fogón; el jergón, en una esquina de la cueva; los artefactos humildes y relucientes, alineados en las paredes húmedas. Solo el mango de la escoba y su propietaria habían desaparecido. Alguien juró haberla visto en una noche de luna, cabalgar sobre la escoba, a modo de improvisado caballo de fuego, surcando los aires quietos. Seguro la malvada bruja había partido a su última cita con el demonio. 

Nadie en el pueblo habría aceptado la modesta verdad: las ausencias de la viejecilla, metódicas y espaciadas, obedecían a un motivo sencillo: partía a visitar la tumba del hijo muerto en la guerra, cuyos restos yacían en un distante cementerio. En su último viaje las fuerzas le faltaron y allí quedó para siempre tendida bajo el sol, a la vera del camino, asiendo el mango de la escoba  que le servía de cayado. 


  

Leonor María Fernández Riva

Agosto de 2016



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